Un día en el Darío Contreras

LOS AUTORES DE ESTE TRABAJO, JAVIER VALDIVIA Y JORGE CRUZ, SE INTERNARON 24 HORAS EN EL HOSPITAL PARA COMPARTIR LAS VIVENCIAS DE LA GENTE QUE FRECUENTA EL CENTRO
  • Un hombre con una herida en la cabeza mira por la ventanilla de cristal donde gestiona ser atendido por médicos en el hospital Darío Contreras.
Jueves 18 de agosto 
11:00 h
Recostado en un sillón, Martín González deja que una doctora lo inyecte. Ríe. Tiene un malestar en el ojo, arriba de su bigote poblado. Parece un mosquetero de no ser por su atuendo de cirujano. Veintidós años de experiencia no los tiene cualquiera. Los enfermos lo respetan y sus colegas lo admiran.

Con un promedio de 15 operaciones a la semana, este cirujano, ortopeda y traumatólogo es una autoridad en la materia. “La gente viene aquí hasta con seguro”, dice González, con humildad, en un rarísimo momento de descanso.



Cerca de allí, sor Bernardina Vásquez hace también su trabajo. Tiene 45 años vinculada al lugar y dirige desde hace 27 años la Asociación de Voluntarios del Hospital Darío Contreras. Y aunque la organización abarca a todos, se enfoca particularmente en los niños.

“Hemos logrado separarlos del lugar donde están los adultos”, dice la religiosa, de cara adusta y hablar sereno. Está convencida de que los pequeños requieren un tratamiento diferente y asegura que fuera del Darío no hay un centro asistencial con un área especializada, ni una sala de cirugía séptica infantil como el que tiene en proyecto. Es un trabajo dedicado en el que participan 150 voluntarios, entre profesionales, empresarios y gente más que común que dedica horas para ayudar a los enfermos.

Como José Peña Malé, que a las 11:30 de la mañana ya ha atendido a más de medio centenar de pacientes, desde el parqueo, desde los mismos pasillos. El especialista es jefe del área de consulta externa, el médico más solicitado.

En su ofi cina hay más gente de lo que puede resistir, pero eso a él no le molesta.

Se podría decir que los conoce a todos. Otro médico entra para pedir recetarios; un hombre con muletas lo escucha como si lo que dijera fuera un secreto revelado.

El doctor Peña trabaja aquí desde 1963 y eso lo convierte en un referente. Cuarenta y siete años.
“Este hospital se inauguró con 250 camas y la capital tenía setecientos mil habitantes.

En el siglo veintiuno hay tres millones de personas y el mismo número de camas”, dice el médico para describir crudamente las grandes limitaciones del Darío Contreras.

Si se puede, a veces le dan de alta a los pacientes al día siguiente de su ingreso. El hacinamiento es peligroso.
15:00 h El sol aplasta todo pasado el mediodía y el calor exalta los hedores. En la sala de internados es peor, pero la gente se acostumbra. Allí ya empezó la hora de visitas y en el área de consultas los médicos siguen recibiendo a más personas.

Otros se marchan, sobre todo los que vinieron muy temprano.

Uno de ellos, Abelardino Bórquez (47 años), se va ya porque le espera una odisea: se lleva a su madre a Jimaní, de donde salió el miércoles a la 1:00 de la tarde. Ha gastado una fortuna que paga la señora con una pensión de la época de Trujillo. Él no tiene empleo. Llevó a su madre a Barahona, pero allí le dijeron que tenía que traerla a Santo Domingo.

Algunos sospechan. En el mismo Darío algunos dicen que es parte del negocio: los médicos de la capital no pueden darse el lujo de perder pacientes.

Apolinaria (67 años), la madre de Bórquez, no sabe si esto es cierto, apenas musita unas palabras mientras espera que su hijo empuje la silla de ruedas. Han gastado más de 10,000 pesos. La primera vez (este viaje fue de consulta) pagaron 5,000 por la ambulancia y 800 por la dieta del chofer. Y tienen que volver para conocer los resultados del estudio.

  Las estudiantes del Liceo Panamericano ya han terminado su trabajo y comen algo en la cafetería. En la sala de emergencias, la doctora Maura Suriel, jefa de servicio, informa que hasta esa hora han llegado 50 heridos, dos de ellos graves: un niño de tres años con fracturas en el cráneo que fue atropellado en Alma Rosa, y un hombre de 45 que llegó con la rodilla destrozada.

Hubo un choque cuando iba en un transporte público.
Hay caras nuevas entre los pacientes que han llegado a la sala de emergencias, los médicos internos que rotan por área, y los residentes que hacen su especialidad.

Lo absurdo es lo único que no cambia: un hombre con el brazo tatuado está parado en medio de la sala, vestido sólo con un traje de baño; la mujer que limpia el piso lleno de sangre pasa un trapo debajo de un rostro desfi gurado; diez solidarios desconocidos llegan en un minibús de la ruta 101 Duarte-El Almirante acompañando a un muchacho que ha perdido el conocimiento; todos están atribulados.

Una mujer, hace unos minutos atropellada, es traída al hospital en el mismo vehículo que la lesionó, pero el tipo, que ni siquiera cerró la puerta, se larga conforme puede porque dice que no tiene dinero. A las 4:45 de la tarde, el niño que fue ingresado con fracturas está inconsciente y en cuidados intensivos. Afuera su madre llora y su padre, totalmente fuera de sí, deja el lugar dispuesto a matar al hombre que lo atropelló.

18:00 h
La noche llegó como el día, imperceptiblemente, por lo menos en el hospital. El área de consultas es ahora un cementerio inmenso de lápidas amarillas. Las bancas están vacías y por el tragaluz apenas se fi ltra un poco de la claridad que hace seis horas, en todo su esplendor, iluminaba los rostros de las pacientes.

No hay nadie salvo un hombre de la limpieza que ve televisión al fi nal de un pasillo y un pequeño grupo de personas que asiste a una charla en la sala de conferencias.

Afuera, un candado sella la entrada al área de internamientos y los pocos que quedaron van desalojando la calle principal del hospital por donde hace poco pasaron cientos de personas. La cafetería también está cerrada y en su lugar, una señora instala el mismo puesto donde cada noche y madrugada vende salchichas con pan, cigarrillos y galletas. Ahora todo se vuelve a concentrar en el área de emergencias.

21:00 h
El mar, y lo que ocurre cada día en el Darío Contreras se parecen un poco. Cuando todo parece tranquilo, cuando hasta inclusive da la impresión de ser otro lugar, una ola inmensa llega y lo descompone todo. Sucede cada tanto; la calma se convierte en tempestad en cuestión de segundos.

Así es la vida aquí, sobre todo en emergencias: Un tipo esposado llega en una patrulla de la policía con la camisa ensangrentada; fue detenido cuando asaltaba un colmado. El médico que lo atenderá dice que hay que curarlos a todos, no importa de quién se trate. Un hombre de 60 años sale del lugar con su hijo de 30 cargado a cuestas como si fuera un chiquillo.

Una niña con una herida en el pie recién es ingresada en una silla de plástico que es una silla de ruedas. Llegó a las 3:00 de la tarde, pero cuatro horas después no había sido retirada porque no había camas en el otro edifi cio.

Luego, una señora acomodada, de 65 años, cuenta su historia: Tiene un pie herido porque se enfrentó a un ladrón que quería robarle la cartera. Llegó aquí como Dios manda: en una ambulancia de lujo y con médico de cabecera. Germán Susana (50 años) ha venido desde un campo de San Juan de la Maguana para ver a su hermano que tiene diez días en coma. Rafael, director de un liceo, regresaba a su casa en su motor cuando se estrelló contra otro vehículo.

Suzaña y sus demás hermanos se turnan para venir a Santo Domingo, y aunque los médicos le han dicho que no hay nada seguro, él cree que puede salvarse.

“Ha habido gente que duró hasta cuatro meses en coma y hoy está caminando”, dice.

24:00 h
Otra vez la noche se ha calmado. Frente a la sala de emergencias varias personas esperan saber lo que el día anterior otro grupo esperaba: la suerte de algún conocido. Uno come lo que le trajo un muchacho; otros miran la televisión mientras los cajeros bostezan detrás de los cristales. En la calle, algún poco de gente; aquí, una mujer llora sola en una esquina.

De los dos casos más graves de hoy, uno ya tiene sentencia: hay que amputar una pierna. El otro es el que más se comenta, pero nadie se atreve a dar su veredicto.

Es el niño que fue atropellado esta tarde. Ya se sabe que se le zafó de las manos a la madre, que intentó cruzar corriendo la calle cuando pasaba un vehículo. El que lo atropelló y le dejó el cráneo con graves fracturas, se dio a la fuga. Iba en un auto alquilado.

El tío del niño dice que si por lo menos se hubiera detenido para llevarlo al hospital, la culpa, que no la tenía, sería más llevadera.
Pide café para calmarse. El padre salió a buscarlo, pero ha vuelto.

La madre, casi a las 12:00 de la noche, está sentada sola en un andén cerca de la sala de emergencias. Ya no tiene lágrimas. Los médicos le han dicho que tiene que esperar, que el niño está con respiración asistida. Unos parientes le han dicho a ella que confíe en Dios, y al padre que no busque más problemas. Palabras.

Han pasado 24 horas. El doctor Orlando Larus, el jefe de servicio, dice que esta tarde y noche ha habido sesenta ingresos; un día normal comparado con otros. La doctora Suriel, la que le dejó el puesto, cree que a él le tocan siempre las guardias más difíciles.

Es posible, pero parece más una lotería. Igual que la vida y la muerte.
En el cambio de turno, una doctora que sale de emergencias, antes de subirse al taxi, lejos de donde está la madre del menor atropellado, comenta el caso con sus compañeros. “No creo que se salve”, dice.

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